Antes de iniciar el viaje a Londres decidí que escribiría una especie de diario para anotar todo aquello que creyera que no debería olvidar jamás.
Los dos primeros días fui anotando en el móvil una especie de notas que me sirvieran a la hora de escribir en el blog, pero el tercer día estaba tan inmersa en la ciudad y sus diferentes espacios, que me había olvidado de ir tomando apuntes o no me apetecía hacerlo al volver al piso por la noche.
Desde mi vuelta a casa he estado pensando en escribir sobre el viaje, todo está ahora muy reciente en mi memoria y cientos de fotos me llevan a cada instante o conversación vividos.
Aún así he decidido no hacerlo como tenía previsto. Gerardo, un amigo, me dejó una reflexión en la anterior entrada del blog de la que extraigo este trocito suyo a raíz de el debate sobre escribir aquello que nos sucede.
“Se trata de capturar el instante, que de otro modo es imposible de preservar. Incluso las grabaciones de video, las ves tiempo después y hay como un halo de extrañeza. En cambio, lo escrito parece que consigue captar mejor un estado de ánimo. Hace no mucho, eso sí, me invadió cierta duda: ¿y si al escribir esas vivencias anulo el recuerdo de las mismas?”
Estos pensamientos en voz alta de Gerardo me hicieron ver que lo que yo quiero a la hora de escribir mis vivencias de cualquier tipo es contar los diferentes estados de ánimo que me acompañan en cada momento.
Este blog no va de viajes o sitios interesantes para viajar, sino que es un espacio donde escribo aquello que me apetece contar y dejar escrito porque la mayoría de las veces me sirve de introspección o de catarsis personal.
Los dos primeros días fui anotando en el móvil una especie de notas que me sirvieran a la hora de escribir en el blog, pero el tercer día estaba tan inmersa en la ciudad y sus diferentes espacios, que me había olvidado de ir tomando apuntes o no me apetecía hacerlo al volver al piso por la noche.
Desde mi vuelta a casa he estado pensando en escribir sobre el viaje, todo está ahora muy reciente en mi memoria y cientos de fotos me llevan a cada instante o conversación vividos.
Aún así he decidido no hacerlo como tenía previsto. Gerardo, un amigo, me dejó una reflexión en la anterior entrada del blog de la que extraigo este trocito suyo a raíz de el debate sobre escribir aquello que nos sucede.
“Se trata de capturar el instante, que de otro modo es imposible de preservar. Incluso las grabaciones de video, las ves tiempo después y hay como un halo de extrañeza. En cambio, lo escrito parece que consigue captar mejor un estado de ánimo. Hace no mucho, eso sí, me invadió cierta duda: ¿y si al escribir esas vivencias anulo el recuerdo de las mismas?”
Estos pensamientos en voz alta de Gerardo me hicieron ver que lo que yo quiero a la hora de escribir mis vivencias de cualquier tipo es contar los diferentes estados de ánimo que me acompañan en cada momento.
Este blog no va de viajes o sitios interesantes para viajar, sino que es un espacio donde escribo aquello que me apetece contar y dejar escrito porque la mayoría de las veces me sirve de introspección o de catarsis personal.
Así que he decidido ir escribiendo sobre el viaje de aquellos recuerdos o sensaciones a los que éste me llevó, sin explicar detalladamente qué monumentos vi o qué lugares visité si no me apetece hacerlo o creo que no es lo más importante a recordar para mí.
Salida desde Madrid hacia Londres con llegada prevista sobre las 14´30:
Llegamos con algo más de tiempo del previsto al aeropuerto porque Eduardo no ha salido a mí, tan impuntual siempre, y como no se fía, desde por la mañana me lleva a toda prisa de tren en tren y no se queda tranquilo hasta vernos en la sala de embarque.
Justo antes de pasar por esta, la memoria, otra vez tan selectiva, me retrotrae a un año atrás, un viaje a París junto a su padre.
En el aeropuerto francés éste dejó su reloj en la bandeja donde se dejan todos los enseres antes de pasar el control de seguridad y al ir a recogerlo, observó que no estaba allí y se lo hizo saber a los controladores del aeropuerto, éstos, incrédulos, le decían que quizás se lo había dejado en otro sitio, pero él insistía en que se lo habían perdido allí.
Íbamos bien de tiempo y al verlo tan convencido nos hicieron esperar amablemente mientras nos explicaban en inglés (no sabían hablar español en un aeropuerto internacional) que mirarían por las cámaras, que todo estaba grabado y se vería si el reloj finalmente iba en las bandejas.
Al ver las grabaciones comprobaron que este, si que pasó el escáner, pero inexplicablemente había caído al suelo y una de las trabajadoras por lo visto lo había guardado en un sitio diferente al que suelen guardar los objetos extraviados.
Nosotros no parábamos de reír, porque el encargado se puso nervioso y buscaba por todas partes volviendo una y otra vez sobre los mismos cajones mientras daba puñetazos en el mostrador desde donde controlaba todo.
El reloj no tenía un gran valor económico, pero no le agradaba nada que se lo hubieran perdido.
Finalmente, después de casi una hora, la señora que lo había recogido fue localizada y al preguntarle, fue directamente donde lo había dejado. Nos pidieron excusas nuevamente y nosotros nos esforzábamos para no sonreír al verlos tan apurados con la pérdida de un objeto de tan poca importancia.
Recordando esta anécdota de mi viaje a París y justo antes de coger el vuelo hacia Londres con mi hijo, tuve que contenerme para no desbordarme en un momento inesperado de vacío y tristeza.
Salida desde Madrid hacia Londres con llegada prevista sobre las 14´30:
Llegamos con algo más de tiempo del previsto al aeropuerto porque Eduardo no ha salido a mí, tan impuntual siempre, y como no se fía, desde por la mañana me lleva a toda prisa de tren en tren y no se queda tranquilo hasta vernos en la sala de embarque.
Justo antes de pasar por esta, la memoria, otra vez tan selectiva, me retrotrae a un año atrás, un viaje a París junto a su padre.
En el aeropuerto francés éste dejó su reloj en la bandeja donde se dejan todos los enseres antes de pasar el control de seguridad y al ir a recogerlo, observó que no estaba allí y se lo hizo saber a los controladores del aeropuerto, éstos, incrédulos, le decían que quizás se lo había dejado en otro sitio, pero él insistía en que se lo habían perdido allí.
Íbamos bien de tiempo y al verlo tan convencido nos hicieron esperar amablemente mientras nos explicaban en inglés (no sabían hablar español en un aeropuerto internacional) que mirarían por las cámaras, que todo estaba grabado y se vería si el reloj finalmente iba en las bandejas.
Al ver las grabaciones comprobaron que este, si que pasó el escáner, pero inexplicablemente había caído al suelo y una de las trabajadoras por lo visto lo había guardado en un sitio diferente al que suelen guardar los objetos extraviados.
Nosotros no parábamos de reír, porque el encargado se puso nervioso y buscaba por todas partes volviendo una y otra vez sobre los mismos cajones mientras daba puñetazos en el mostrador desde donde controlaba todo.
El reloj no tenía un gran valor económico, pero no le agradaba nada que se lo hubieran perdido.
Finalmente, después de casi una hora, la señora que lo había recogido fue localizada y al preguntarle, fue directamente donde lo había dejado. Nos pidieron excusas nuevamente y nosotros nos esforzábamos para no sonreír al verlos tan apurados con la pérdida de un objeto de tan poca importancia.
Recordando esta anécdota de mi viaje a París y justo antes de coger el vuelo hacia Londres con mi hijo, tuve que contenerme para no desbordarme en un momento inesperado de vacío y tristeza.
En esos instantes, sentí que había perdido a alguien definitivamente y una parte de mí se desgarró ante una muerte inexistente, pero real en el espacio vital en que me muevo desde que decidí seguir sola mi camino.