No somos solo un mapa genético; el clima, la carencia o abundancia de una determinada materia prima en nuestro entorno y por tanto la cultura que emanará de ese lugar, influirán de manera imperceptible en todos aquellos que vivimos bajo los mismos fenómenos.
Tomelloso, mi pueblo, es un pueblo relativamente joven que comenzó a poblarse en 1530 por vecinos de otras villas cercanas y que tuvo un desarrollo exponencial gracias a la a desastrosa plaga de filoxera que afectó a los viñedos franceses en la segunda mitad del siglo XIX, y que, en cambio, sí fue bien soportada por las vides de La Mancha lo que potenció su desarrollo económico.
Cuenta con la mayor cooperativa vinícola de Europa –si, de Europa-y si preguntaras a sus habitantes si actualmente tienen o tuvieron algún familiar relacionado con la agricultura y en concreto con el cultivo de la vid, éstos te contestarían afirmativamente.
Siempre hubo -como en todas partes- algún que otro terrateniente, pero la mayoría de la ciudad estaba conformada por agricultores de clase media con ocho o diez tinajas por bodega que se situaban en la parte baja de la casa con una lumbrera al exterior que proporcionaba luz y ventilación llamadas cuevas.
Es natural por tanto, que nuestra infancia transcurriera para la mayoría de nosotros en lugares relacionados con el vino y su producción.
El jaraíz era el lugar perfecto para esconderse con sus prensas o el patio de atrás donde se guardaban el remolque y el tractor con el que se trabajaba en el campo y donde la abuela me cantaba canciones para entretenerme.
La cueva, que era sumamente peligrosa por el tufo que se podía inhalar en épocas de fermentación y a la que había que bajar con un candil de aceite encendido para ver si había suficiente oxigeno mientras ibas bajando las escaleras. En esos meses se nos tenía prohibido a los más jóvenes bajar solos, pero yo siempre estaba atenta a que bajara el abuelo para hacerlo detrás de él.
La cueva, que era sumamente peligrosa por el tufo que se podía inhalar en épocas de fermentación y a la que había que bajar con un candil de aceite encendido para ver si había suficiente oxigeno mientras ibas bajando las escaleras. En esos meses se nos tenía prohibido a los más jóvenes bajar solos, pero yo siempre estaba atenta a que bajara el abuelo para hacerlo detrás de él.
Mi madre, como muchas mujeres del pueblo, ayudaba a mi padre en la recolección y los preparativos por lo que desde muy pequeña se vieron obligados a llevarme con ellos.
Dormíamos en el campo, en caserías donde coincidían varias cuadrillas con jornaleros que venían exclusivamente en la época de la vendimia para ayudar a nuestras familias a recoger la cosecha.
El momento más alegre del día llegaba al final de la jornada y después de la cena, los mayores se colocaban cerca de la chimenea al lado de la lumbre a contar historias que siempre me parecían sorprendentes. Los jóvenes bailaban al fondo de la sala y aprovechaban para echar el ojo a alguna moza que les había gustado. A veces, surgía una amistad que quedaba detenida en el tiempo hasta el próximo año en que volvían a encontrarse.
El aburrimiento cuando no había otros niños, me convertía en una observadora de orugas, saltamontes, mariposas y todo tipo de flores silvestres que, junto a las puestas de sol, me parecían un auténtico espectáculo.
Al recordar esto, inevitablemente me llega la sensación de felicidad despreocupada e inocente de una niña.
Todo los servicios que se prestaban en el pueblo se adaptaban a la época en que llegaba la vendimia. Lo prioritario era recoger la uva, lo demás, podía esperar. Incluso los profesores retrasaban todo lo que podían sus clases esperando a que llegaran los alumnos de las familias que tenían que vendimiar,lo que era una inmensa mayoría.
Los fenómenos meteorológicos eran una información prioritaria en nuestras casas, cuando salía el "hombre del tiempo" nadie podía hablar en esos instantes, y si las noticias anunciaban heladas o tormentas de granizo, el rostro del cabeza de familia se tornaba preocupado.
No hay comida que recuerde donde no hubiera una botella de vino para acompañar a los comensales en la mesa.
Si se estaba en el campo, se utilizaba una bota para la ocasión y ésta, no dejaba de circular entre los jornaleros.
Estaba mal visto que las chicas bebieran por lo que no estábamos acostumbradas a un sabor que entonces nos parecía amargo.
Hoy, no podría opinar igual, pues el vino es una de mis bebidas favoritas a pesar de mi mala relación con sus sulfitos y puedo asegurar- inevitablemente influida- que no hay mejor maridaje gastronómico, que, un queso y un vino manchegos.
Supongo, que, sin ser realmente conscientes, desde niños enraizó en nosotros la cultura del vino, y que ésta, nos pertenece en esencia por haber vivido en la comunidad de un pueblo cuya sistema de supervivencia siempre estuvo alrededor del cultivo de la vid y sus caldos.
Actualmente en mi ciudad todavía muchas familias dependen económicamente de la uva aunque el desarrollo tecnológico e industrial cambió hace ya tiempo la forma de vivir de sus habitantes y le permitió abrir un abanico de profesiones más amplio.
Toda mejora y avance debe ser valorada, pero no es menos cierto que a veces la deshumanización camina al lado de esta y confieso que, aunque en forma nostálgica, se cumple en mí el dicho de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Dormíamos en el campo, en caserías donde coincidían varias cuadrillas con jornaleros que venían exclusivamente en la época de la vendimia para ayudar a nuestras familias a recoger la cosecha.
El momento más alegre del día llegaba al final de la jornada y después de la cena, los mayores se colocaban cerca de la chimenea al lado de la lumbre a contar historias que siempre me parecían sorprendentes. Los jóvenes bailaban al fondo de la sala y aprovechaban para echar el ojo a alguna moza que les había gustado. A veces, surgía una amistad que quedaba detenida en el tiempo hasta el próximo año en que volvían a encontrarse.
El aburrimiento cuando no había otros niños, me convertía en una observadora de orugas, saltamontes, mariposas y todo tipo de flores silvestres que, junto a las puestas de sol, me parecían un auténtico espectáculo.
Al recordar esto, inevitablemente me llega la sensación de felicidad despreocupada e inocente de una niña.
Todo los servicios que se prestaban en el pueblo se adaptaban a la época en que llegaba la vendimia. Lo prioritario era recoger la uva, lo demás, podía esperar. Incluso los profesores retrasaban todo lo que podían sus clases esperando a que llegaran los alumnos de las familias que tenían que vendimiar,lo que era una inmensa mayoría.
Los fenómenos meteorológicos eran una información prioritaria en nuestras casas, cuando salía el "hombre del tiempo" nadie podía hablar en esos instantes, y si las noticias anunciaban heladas o tormentas de granizo, el rostro del cabeza de familia se tornaba preocupado.
No hay comida que recuerde donde no hubiera una botella de vino para acompañar a los comensales en la mesa.
Si se estaba en el campo, se utilizaba una bota para la ocasión y ésta, no dejaba de circular entre los jornaleros.
Estaba mal visto que las chicas bebieran por lo que no estábamos acostumbradas a un sabor que entonces nos parecía amargo.
Hoy, no podría opinar igual, pues el vino es una de mis bebidas favoritas a pesar de mi mala relación con sus sulfitos y puedo asegurar- inevitablemente influida- que no hay mejor maridaje gastronómico, que, un queso y un vino manchegos.
Supongo, que, sin ser realmente conscientes, desde niños enraizó en nosotros la cultura del vino, y que ésta, nos pertenece en esencia por haber vivido en la comunidad de un pueblo cuya sistema de supervivencia siempre estuvo alrededor del cultivo de la vid y sus caldos.
Actualmente en mi ciudad todavía muchas familias dependen económicamente de la uva aunque el desarrollo tecnológico e industrial cambió hace ya tiempo la forma de vivir de sus habitantes y le permitió abrir un abanico de profesiones más amplio.
Toda mejora y avance debe ser valorada, pero no es menos cierto que a veces la deshumanización camina al lado de esta y confieso que, aunque en forma nostálgica, se cumple en mí el dicho de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
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