Hay días en que sólo nos resta seguir y caminar por esta vida como autómatas, sin ningún tipo de ilusión que nos haga sentir que estamos vivos, sin ese pálpito que nos agite y nos haga creer que aún es posible conseguir nuestros sueños, aquellos que un día tuvimos y que fuimos dejando atrás por imposibles.
Y me pregunto en qué momento dejé de ser yo para ser la que ven los demás, la que esperan que sea, la que siempre ven. Cuando pienso de esta forma me gustaría mandarlo todo al carajo y lo hago:
Al carajo el trabajo que esclaviza y obliga a actuar según corresponde a cada momento, obedeciendo a superiores que nada tienen de superior y tratan a sus subordinados como moneda de cambio cuando les interesa.
Al carajo aquel que te quiere, te lo dice y demuestra continuamente -cuando hubo actos pasados donde no lo demostró- obligándote a devolver ese amor en un acto de fe.
Al carajo aquel que dejó de querernos, o que realmente nunca nos quiso, pero por el que habríamos apostado nuestras cartas, incluso sabiendo que perderíamos la partida.
Y así, nos plantamos esa sonrisa fingida, la que la huella de la vida ha ido dejando en nosotros para evitar preguntas y ser dignos de ningún tipo de piedad, tan sencillo como eso.
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