lunes, 8 de agosto de 2016

Bye bye, melancolía.


























La tarde está embriagada de un sopor caluroso que logra introducirse por el ventanal de la cocina donde el vapor de la plancha crea una atmósfera aún más tórrida. Me apresuro a terminar rápido con ese montículo de ropa que tengo sobre la silla y con la motivación de que justo después me pondré a escribir.

Siento que últimamente las ideas son como pompas de jabón que me explotan entre las manos cuando intento retenerlas. Eso, unido a que no fui dotada de una gran memoria no ayuda mucho, la verdad, pero la ilusión y el empeño siempre ayudan a vencer los obstáculos.


 Aún así, suelo ser débil en la consecución de cualquier clase de propósitos pues caigo en picado  por cada anhelo que construyo y el acto de vivir se me asemeja en determinados momentos a subir una montaña de 7000.

Tal y como se puede intuir, soy dramática por defecto y mi hemisferio derecho es similar al de una atracción de feria que gira y gira sobre las emociones que me contienen hasta dejarlas completamente aturdidas.

Anuncio que dejé de  escribir a la melancolía pues le he cogido alergia a exhibir esa tristeza tan mía que parece más triste que ninguna.

Vuelve a ser hora de cerrar puertas y abrir ventanas que muestren nuevos paisajes o los mismos pero con una mirada diferente. Hoy me propuse ser feliz con cualquier motivo.

Descubro, aunque te lo niegue, que soy fuerte y a pesar de las inclemencias que acumulan mis silencios, dispongo de un resorte con muelles que me impulsa desde el fondo de mi pozo hacia el exterior de la vida para ver una vez más el crepúsculo cayendo sobre el horizonte.




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