Te quedaste dormido en el sofá, encogido en forma de ovillo y con los brazos acurrucados tapando el rostro, tu cuerpo refleja una especie de indefensión a la vez que inocencia en esa postura. Te extiendo una manta de esas tan suaves que parecen de terciopelo y procuro no despertarte.
Contemplar esta escena me hace feliz, observar al niño que se hizo hombre tan veloz como la lectura de una novela que me hizo disfrutar me soprende.
Qué es la vida sino eso, una gran historia de suspense, amor y tragedia.
A veces, cuando todo va mal, cuando no me dio tiempo a prever la tormenta y me encuentro en medio del temporal, llego a creer que me hundiré para siempre, que nada ni nadie podrán rescatarme, porque no encuentro a qué aferrarme o simplemente no sé cómo hacerlo. Se crea en mí una espiral de tristeza que me prohíbe el paso delante de cualquier espejo de la casa.
Me desagrada ese ser tan opaco que me mira con tanta amargura a los ojos.
Sin embargo, la vida, la inmensa vida, me reclama con todo la potestad que le pertenece.
Esta, me empuja a salir de ese cascarón autocompasivo donde me relamo de mis pequeñas heridas, como si el mundo girase solo en torno a mí. Me invita a quererla como si hubiera nacido ayer con sus pequeños, enormes trazos de felicidad.
Me regala aromas de viento, sonidos de árboles y cantos de palabras que reviven mi pulso.
Acaricia mi mirada y me la dibuja de nuevo con pinceladas de amor.
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