Esas ganas incontenibles de contar tu verdad (solo tu verdad) y aún así, decides callarte por temor a lastimar o porque tu opinión pueda no gustar a aquellos que siempre has respetado a pesar de sus suspicacias o falta de confianza en ti.
Se habla mucho de la autenticidad, aunque veces tengo la sensación de que esto solo está reservado a unos pocos. Solo ellos tienen el poder para legitimar lo que está bien o mal. Estos, nunca yerran y por lo tanto no suelen dar explicaciones incluso a sabiendas de que quizás alguna vez hubieran sido necesarias.
Dicen que nunca traicionan, pero te convierten en su enemigo cuando discrepas de “su verdad”
Actúan con el poder que su excelsa palabra les otorga y lanzan al aire sentencias y frases recriminatorias incluso con las personas que les quieren, eso si, cuando se equivocan, nunca lo reconocen. En su profuso vocabulario no se encuentra la acepción de la palabra disculpa.
Me cuesta entender a las personas que siempre creen que si alguien es amable con ellas es solo por un interés particular. Me cuesta querer a aquellos que en la creencia de que solo unos pocos son de los suyos, te utilizan como herramienta de usar y tirar cuando siempre fuiste con el corazón y la verdad por delante.
Admirar no significa dejarse engañar y todos tenemos un rinconcito con muchos desperfectos al que deberíamos entrar de vez en cuando para hacernos un chequeo.
Una se queda nueva y con unas ganas tremendas de seguir confiando en el ser humano las veces que hagan falta.
Eso si, a pesar de mi verdad -y solo mi verdad- encajo de la mejor manera posible mis errores y en la menudencia de mi léxico, la palabra “perdón” siempre me acompaña a todas partes.
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